Unos ángeles «que nunca están a la vista», pero cuya presencia ha sido advertida en signos y « cuadros ataviados de guerreros». Estos ángeles no tienen alas, pero sí vuelan en cada página del libro, grandes, hechos de trazos gruesos, venturosos, y parece que ponen voz a los poemas. Los intuimos muy ligeros de ropa, ataviados con telas invisibles, reyes desnudos.
Figuras que intuimos haciendo una especie de danza sin tribulación, ¿tendrán algún tipo de felicidad divina? Sí, dice: «felices en su orfandad». Son ángeles no católicos, poco ortodoxos, más bien rebeldes, un poco anárquicos, él dice que a ellos «el asfalto les tiene poco afecto», quizás porque más de uno ha caído duramente de bruces de alguna nube mal parada en un momento de mal clima. «Ángeles en celo, impedidos de hacer el amor», en donde lo que importa a la vez es que transporten «en cada pliegue de añil el deseo de otro cuerpo». Son deseosos, como insectos, como enjambres, y no hay razón para alabarlos. Estos ángeles son poemas revoloteando en un vaivén de energías y que quizás están perdidos, buscando la ruta astral de retorno al origen. Son ángeles religiosos, pero poco instituidos, odian la estrechez de las reglas, no le temen a la libertad: «se han vuelto arrechamente neutros. Y a las primeras abandonan la nave de la iglesia para sentirse mejor en la argamasa de sus trajes». Poco menos que esto podemos esperar de Juan Calzadilla, armado, lápiz en mano, quien muchas veces ha pretendido sacarnos de quicio con sus ángeles, volando unos como zumbido de moscas, otros como murmullo de abejas, así se siente libre dentro de la jaula de su cuerpo temeroso y temerario por «la orden de desocupación» que a todos nos espera y nos enseña la intensidad de vivir: Sólo un ángel más puede ser admitido en «un galpón del cielo».
Así, nos detenemos en el poema «Buenas maneras». Nos recuerda su línea metafórica canina, su afán de filosofar como si fuéramos la presa mientras el perro que gruñe muestra sus dientes, acercándose a toda velocidad: «los dientes del perro están a la vista». Pero también nos tropezamos en estas páginas con su célebre. «Balada del incierto» donde dice con dedo querellante: «Los que me acusan de ladrar aún no se despojan de sus colmillos». Sentimos también el hondo reflejo con las «comunicaciones inexactas» del perro con el humano, poema que no está, pero a la vez se siente su presencia. Así, el poeta se vale de la doble acepción canina: relativo al perro, a la vez que, relativo al colmillo, para momentos en los cuales no hay filosofía sino salir corriendo antes de que la mordedura te alcance.
Este libro tiene por deliberado estilo una fuerte presencia aérea, celestial, nubes, ese sabor suave del fugaz presente donde el yo está espiritualmente desdibujado, ese oficio de «troquelador de nubes», también palpable en los poemas «Incluso frente a mi vida yo pasaba de largo», «Cuando la mirada de mí ya no necesite» ya patentes en cada una de las menciones angélicas, tal como dice en «En memoria del ángel»: «Se me asigna otro cuerpo a menudo familiar, pero sin embargo, demasiado estrecho para mi espíritu». Pero el poema «Nuestras vidas no quieren resurrecciones» nos pone en otro nivel, es la conciencia del borde en pleno, ese momento en donde te encuentras en la mesa de operación y se batalla por el tiempo que viene y a la vez el poeta dialoga con el doctor que representa la vida y la muerte a la vez. Aquí la sensación área es terrena a la vez, acuática y fogosa: «Con frecuencia el grito denuncia lo que ocurre en el interior de la piel. Señal de lo que necesita oírse para darnos cuenta de las batallas que se libran en el mayor silencio… Por si ocurre una desgracia favor dejar el número telefónico en la tarjeta». Todo de esta manera queda en las manos del doctor que sólo representa un destino: «La mano de la pinza siempre lista para firmar sobre la carne su sentencia de muerte».
Este libro cumple un universo cíclico en su devenir poético que se observa en la actitud de corrección cíclicamente arraigada, inconformidad constante por lograr el fiel decir. Esto es palpable en textos publicados de nuevo, en este libro. Como «En memoria del ángel» o «El invisible sale de casa» que son poemas escritos en los años 60, como si el hecho de ser publicado hubiera permitido la desobediencia al mandato de Valéry de abandonar el poema una vez editado, y prefiere comulgar con la idea de la obra abierta de Umberto Eco o la obra in-completa o en progreso del músico Pierre Boulez, esperando continuar el diálogo incesante con el poema, re-creándolo mientras tenga respiración. Ahora bien, el resultado es el poema príncipe, el que guarda fidelidad a la voluntad más reciente del poeta, el que presentamos en este libro. Esto es tangible también en el poema «El quicio de los ángeles» que tiene una versión publicada en 2013 y otra en un libro agotada de años atrás.
¿Es esto un libro nuevo, inédito? ¿Es esto una antología? Una mezcla de ambos en sus ganas de no caer en etiquetas. Hay poemas más o menos antiguos bañados con la última voluntad del autor, lo que en terminología editorial sería una edición príncipe de esos poemas, ese hacer «borrón y cuenta nueva», pero también nuevas cuentas, nuevos pecados y huellas en el asfalto. Hay en este libro un universo imaginativo múltiple, proliferante, repleto de potencias más allá del verso, que admiten el gusto de nadar en la prosa poética hirviente, pleno del saber absurdo de la realidad. El poeta que en su noveno piso del edificio de la edad, sumándole ya tres escalones más, aún se considera neófito recién ingresado al oficio, haciendo «una especie de balance de ingresos y egresos morales»… «ayudado» claro «por una máscara» -¿su doble?- y «el perverso espejo de la memoria».
Caracas, 17 de septiembre de 2023